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Fundación CARF

19 abril, 21

El reino donde los últimos son primeros

Más allá del mar y de los picos blancos de las montañas, más allá de los límites de las tierras conocidas, situado en el centro de un agradable valle regado por un río de aguas claras y cristalinas, se levanta un reino gobernado por una bella reina. La fama de su belleza se extiende por todo el mundo y todos quieren verla al menos una vez en la vida. Su ropa es blanca y brilla más que el sol, un cinturón color cielo le rodea las caderas y tiene rosas doradas en los pies.

El reinado de esta dulce reina, sin embargo, no es como los demás.

La soberana, de hecho, tiene como trono la dura roca de una cueva utilizada como vertedero y, a pesar de tener un majestuoso castillo, visible desde todos los extremos del valle, así como desde las cimas de las montañas, prefiere pasar las noches al aire libre, entre sus sujetos más miserables.

Aún más extraño, la reina no tiene un ejército de soldados de élite, sino alcahuetes desarmados pero muy bien vestidos. Su líder, un Quasimodo de nuestros tiempos, es bajito y deforme, extremadamente gruñón pero de alma amable y, junto a sus compañeros, atiende a un pueblo de jorobados, cojos y enfermos que hablan y cantan en una variedad infinita de idiomas y dialectos. Sin embargo, a pesar de la aparente confusión, parecen entenderse y no tienen tanta dificultad para ayudarse.

En este extraño reino...

No hay un solo príncipe ni una sola princesa, ya que la soberana es la madre de todos sus súbditos y, en consecuencia, cada uno de ellos es heredero al trono y de linaje real.

Todos, de hecho, viajan en carros y carruajes que, aunque no son calabazas que se transforman mágicamente en el carro más hermoso de todos los tiempos, quedan muy bien. Delante de la reina y su hijo, príncipes y princesas son llevados triunfalmente en procesión, escoltados por pajes, abanderados, escuderos y lacayos, ante una multitud que se inclina a su pasar.

No son hermosos, los príncipes y las princesas: al menos no a los ojos de los viajeros de otros reinos. Yo mismo, pobre viajero que vine a ver a la reina después de un agotador viaje por valles, ríos, montañas y praderas, indignado porque no se me había dado la oportunidad de usar la alfombra voladora que nos lleva a cada uno, en alas de fantasía, a mundos fantásticos y distantes, me asombraba por lo que pasaba frente a mí: una multitud de personas viejas, feas, lisiadas, deformes, los restos de la humanidad y de nuestro mundo tan selectivo y meritocrático, era servida y venerada, celebrada con todos los honores, ¡casi tanto como la reina, casi tanto como el rey! ¿Cómo era posible todo eso? ¡Qué escándalo tan grande!

Mi corazón oprimido, cansado y desilusionado encontró consuelo sólo cuando, frente al trono sucio y húmedo de la reina, reflejándome en las aguas del río que fluye cerca, me vi idéntico a esa multitud: viejo y cansado, sucio y deformado, feo y enfermo. Fue entonces cuando, mágicamente, apareció una corona en mi cabeza; ahí fue cuando me sentí yo también un príncipe, el hijo de un rey.

Querido amigo viajero,

Si quieres llegar a este reino extraño y encantado, debes saber que tendrás que soportar mil labores; qué sepas que tendrás que llorar, enfrentar tus mil miedos, tu perfeccionismo y tus delirios de grandeza, así como tu sentido de inadecuación; tendrás que aceptar ser amado por lo que eres y no por lo que puedes hacer, ni por la belleza de tu cuerpo, ni por la fuerza de tus miembros ni por la vitalidad de tu intelecto.

Te encontrarás desnudo, pobre y necesitado. Querrás escapar, gritar, rebelarte, pero no podrás ir a ningún lado, ya que ese país está lejos de todo y el único lugar donde podrás escapar será el último que quieras ver: a ti mismo. Entonces lo entenderás.

Sabrás que, para salir de ello, tendrás que tirar tu inútil corona de oro y perlas preciosas, tus vestidos de seda y complementos firmados por alguien cuyo nombre tarde o temprano se olvidará. ¡No tengas miedo! ¡Ten fe y sé humilde! Ponte los harapos que te darán, acepta ser como ellos y, ten fe, ¡reinarás! ¡Sí, reinarás por siempre!

Una última cosa:

Por si aún no te has dado cuenta, este reino no se llama Disneyland, Neverland, Fantásia… No es un invento ni la reconstrucción de algo que no existe y nunca existirá. No, este reino es un lugar real, con personas que tienen carne y huesos, corazones, limitaciones y pecados.

Pregunta, te podrán indicar el camino: se llama Lourdes y es el lugar donde los últimos ya son los primeros.

Gerardo Ferrara
Licenciado en Historia y en Ciencias Políticas, especializado en Oriente Medio.
Responsable del alumnado
Universidad de la Santa Cruz de Roma

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